Cultura y Patrimonio Vicerrectorado de Cultura y Proyección Social
País: España Año: 1942 Duración: 68 min. B/N
Dirección: Antonio Román
Guión: Antonio Román y Pedro de Juan según un argumento original de Rosa María Aranda
Fotografía: Enrique Guerner
Música: José Muñoz Molleda
Jefe de producción: Pedro de Juan
Decorados: Francisco Escriña
Montaje: Juan Doria
Intérpretes: Conchita Montenegro, José Nieto, Tony D’Algy, Manolo Morán, Conchita Tapia, Juan Calvo, Irena Cava Alba, José García Luengo, Luis Latorre, Carlos Arnaiz, José Masi, José María Lado, Sacha Goudine.
Sinopsis: Blanca, una joven rusa que vive en Odesa, se ve obligada, para defender su honra, a matar a un comisario comunista. Para salvarse de la persecución, se casa con Carlos, capitán del vapor español “Campuzano”, y abandona Rusia. Mientras Carlos regresa a Madrid junto a su novia Mary Lis, Blanca se dirige a París para anular su matrimonio. Tiempo después, en 1936, Carlos consigue imponer su autoridad en el “Campuzano” frente a la marinería y que el barco sea leal a los rebeldes franquistas. En uno de sus viajes, encuentra a Blanca y le cuenta que Mary Lis está presa en una checa madrileña.
Tras participar en la adaptación cinematográfica del argumento de Francisco Franco que culminó en Raza (1942), de Sáenz de Heredia y realizar Escuadrilla (1941), Antonio Román acometió el proyecto de Boda en el infierno. Esta, segunda producción de Hércules Film, su propia productora, pretendía llevar a la pantalla la novela En un puerto ruso donde la novel escritora Rosa María Aranda compendiaba las vicisitudes de un marino, al parecer ahijado suyo de guerra. El escritor y periodista Francisco Serrano Anguita, a quien el texto había llegado de manos del padre de la autora, reconoció inmediatamente las cualidades cinematográficas del material del que se valdría Antonio Román. El director y guionista acudió a su amigo Miguel Mihura en busca de colaboración, y éste aceptó el encargo de escribir los diálogos de Boda en el infierno.
Con un presupuesto considerablemente superior a la media de aquel tiempo y con la seguridad que proporcionaba, a la luz de la inequívoca ideología franquista que inspiraba el film, conocer de antemano casi a ciencia cierta la buena acogida que el proyecto recibiría de las autoridades tanto culturales como políticas del Régimen, comenzó el rodaje el 13 de enero de 1942 para culminar definitivamente la producción el 29 de mayo del mismo año.
Durante los primeros años de la posguerra, el bando vencedor acometió la tarea de erigir de la nada que suponía la negación absoluta del dispositivo político y cultural de la República, un nuevo Estado. El entorno cultural, y el cine no fue ajeno a ello, habilitó en el más temprano franquismo un pequeño espacio para la revisitación del traumático y reciente acontecimiento bélico con el propósito de exaltar la misión recién cumplida. No obstante, contrariamente a estas intenciones, en algunos films, caso de Boda en el infierno, terminaba por añorar, sin duda de forma no prevista por sus responsables, una suerte de maña conciencia por la flagrante falta de legalidad que subyació a la, por ellos denominada, Cruzada y a la que no era ajeno el millón de muertos que ésta dejó en el camino.
Si a tenor del tratamiento que adquieren los tipos del bando republicano y de la imagen de gulag global que trasciende de la Unión Soviética este film es inequívocamente fascista y profranquista en Boda en el infierno, en especial en la escena del enfrentamiento que se dirime en el petrolero entre la oficialidad y la marinería, se barrunta ese rescoldo mal mitigado de los insurgentes. A esta idea contribuyen tanto el digno retrato que de la marinería prorrepublicana se ofrece y que contrasta vivamente con la satánica imagen de los milicianos defensores de Madrid (salvedad hecha de la caracterización de Julián Suárez) con la que, como la ilustrativa circunstancia de que el motín se desencadene por una tripulación en defensa de la legalidad.
Sea como fuere Boda en el infierno guarda con su coetánea Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942) interesantes concomitancias más allá de la ideología común de la que se alimentan, y que van desde el protagonismo de Conchita Montenegro y marcados matices de su peripecia fílmica, hasta sorpresivas reminiscencias de El Acorazado Potemkin (1925) eisensteniano (si en Rojo y negro se utilizan planos directamente extraídos de las escenas de los funerales de Vakulinchuk y de la escalera de Odessa del film soviético, la planificación visual del enfrentamiento en el petrolero de Boda en el infierno parece a retazos una remembranza iconográfica del motín del afamado acorazado en la bahía de Odessa).
En este sentido es pertinente afirmar que el indudable valor de Boda en el infierno emana del modo en el que su controvertible mensaje toma cuerpo con carácter preferente en términos visuales. La forma en la que se nos da a ver esta rocambolesca historia (que incluso hace olvidar su inverosímil trama, “signo éste inequívoco de un creador cinematográfico” –Emilio Sanz de Soto, “1940-1950”, en Augusto Martínez Torres, Cine español 1896-1983, 1984–), se caracteriza por una prodigiosa capacidad de síntesis; facultad sintética que se beneficia de la poderosa eficacia semántica que acreditan las imágenes que canalizan esa narración. El comienzo de la escena del enfrentamiento en alta mar es paradigmática al respecto. Estos son los escuetos acontecimientos narrados en este breve pasaje: el capitán, sumido en labores administrativas en su camarote, recibe de uno de sus subordinados la noticia, interceptada en un cable emitido en Tetuán, del levantamiento en África y, tras afirmar que él “está con el ejército”, le conmina a proponer otro tanto al resto de la oficialidad. Ahora bien, la materialidad visiva de los seis planos fijos que componen la secuencia y la planificación de la misma proporcionan la espectador suculenta información adicional: por un lado, los grandes ventiladores que, en pleno funcionamiento, aparecen como fondo en todos los planos alegorizan la irrefrenable propagación tanto de la noticia misma como del alzamiento, y por otro, la progresiva elevación que, desde el suelo a la altura del rostro de los personajes, describe la posición de la cámara en los cuatro últimos planos simboliza la inminente emergencia (levantamiento) de la causa nacionalista.
El estilo sintético que distingue al film se concreta asimismo en la recurrencia a la sinécdoque visual (la salida de Odessa se condensa en la imagen de un ancla que emerge del agua, la reubicación del relato en Madrid se materializa mediante una escueta imagen de La Cibeles, etc.) y en fulgurantes transiciones (las cortinillas son recurso habitual, imágenes fijas –fotos, carteles, primeros planos– desencadenan inmediatamente fundidos encadenados). Incluso el avatar esencial de la historia de amor a cuatro bandas que se escenifica sobre ese convulso escenario histórico se coagulará visualmente en un par de raccords que pivotan sobre la faz de Blanca, su personaje principal: si el primero nos traslada, merced a una transición con fundido a negro anclada en un primer plano de su rostro, desde el camerino en el que se encuentra con Ricardo hasta la vera de Carlos, su amor en ese instante, la transición entre el antepenúltimo y el penúltimo plano del film, realizada nuevamente sobre sendos primeros planos de Blanca, nos llevará del andén de la estación en el que está abrazada a Carlos a un compartimento de tren en el que viaja definitivamente unida a Ricardo; en otras palabras, valiéndose de similar procedimiento visual, esos raccords sintetizan el itinerario transitado por el inquieto corazón de la heroína.
Buena muestra de la riqueza visual del film son, asimismo, las tomas que siguen al asesinato cometido por Blanca; sucesión de imágenes que, como las que anteceden a su aparición en el puerto de Odessa, no tienen para sí encomendadas ninguna labor narrativa pero que, en su defecto, describen con su disposición visual (a base de forzados contrapicados y a desencuadres) el azorado estad anímico de la protagonista.
Con todo y lo dicho, junto a su materialización visual, un mérito nada desdeñable de Boda en el infierno radica en sus diálogos. El extremo dramatismo que recorre la peripecia de los personajes es buen número de veces aliviado por sus sorprendentes diálogos (por ejemplo, cuando, en los muelles de Odessa, Blanca confiesa su asesinato a Carlos, éste responde “Y ¿es la primera vez que matas a un hombre o es una costumbre que tienes desde pequeñita?”). Esa veta satírica, inequívoca impronta de Miguel Mihura, aflora incluso en la planificación de algunas escenas –Carlos y Blanca, por ejemplo, se encuentran en San Sebastián entre los tanques de combustible de una refinería de Campsa, y Blanca confiesa sus celos por esos tanques– o en la configuración de ciertos personajes: por ejemplo, Julián Suárez, apodado “El Pirata” “porque estuvo empleado en el embarcadero del Retiro”, pese a constituir el compendio de todos los males resulta simpático por la ironía con la que han sido concebidas sus intervenciones verbales. Palabras vivaces y sorprendentes que sin el concurso de actores competentes como Manolo Morán, uno de tantos secundarios con cuerpo que poblaron el cine español, se las llevaría el viento. No obstante, aledaño a su evidente cometido satírico, como indica J. Pérez Perucha (texto inédito) el humor de Mihura acredita lábiles propósitos terapéuticos. A imagen y semejanza de lo dicho por Freud sobre las cualidades expiatorias del chiste, la mala conciencia que, como se ha apuntado más arriba, pese a no ser asumida por sus creadores resuma el film es buena medida exorcizada merced al humor mihuresco.
Imanol Zumalde Arregien Antología crítica del cine español 1906-1995. Flor en la sombra, Madrid, Cátedra-Filmoteca Española, 1997, pp. 141-143)
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