Cultura y Patrimonio Vicerrectorado de Cultura y Proyección Social
TRASPLANTE DE UN CEREBRO
País: España-Italia Año: 1970 Duración: 82 min. Color
Dirección: Juan Logar.
Guión: Juan Logar y Giorgio Marzelli.
Fotografía: Antonio Modica.
Música: Guido Robuschi.
Jefe de producción: Valentín Panero.
Decorados: Antonio G. Sanabria.
Montaje: Antonio Ramírez.
Intérpretes: Eduardo Fajardo, Simón Andreu, Silvia Dionisio, José Guardiola, Andrés Mejuto, Malisa Longo, Sergio Mendizábal, Calisti Calisto, Mario Della Vigna, Luis Induni, Giovanni Sabatini, Gonzalo Esquiroz, Adolfo Thous, José Santamaría, Antonio Orengo, Ángel del Pozo, Frank Wolff, Nuria Torray.
Sinopsis: Un juez inglés es sometido a una delicada operación, siéndole trasplantado el cerebro de un joven emigrante italiano. El juez conserva todos sus conocimientos y personalidad, observando que también va adquiriendo los del italiano, cuyo cerebro posee. Ello dará origen a situaciones y sentimientos inevitables hacia los seres queridos por el emigrante italiano, entre los que se encuentra una joven que el juez conocerá y también amará.
Una de las figuras más singulares de cuantas poblaron el populoso cine español de la década de los sesenta y setenta fue la de Juan López García, más conocido comúnmente por su sobrenombre de Juan Logar. Actor de doblaje en origen, su irrupción en el panorama cinematográfico se produciría en 1966 con Chantaje a un asesino, película dirigida por Enrique L. Eguiluz donde, dando buena cuenta de su versatilidad y falta de complejos, desempeñaría los roles de actor, productor, músico y guionista. Tras otra nueva colaboración con Eguiluz en idénticos términos, el polifacético cineasta debutaría en el campo de la realización al tiempo que abandonaba sus labores interpretativas con El perfil de Satanás (1969), iniciando así una filmografía como director que se alargaría hasta 1980 con la cinta infantil Quiero soñar, y que dejaría como saldo un total de cinco títulos.
A lo largo de su carrera, el cine escrito y/o dirigido por Logar compartiría una serie de rasgos y características comunes a todos sus títulos. De entre ellas, la más importante sería la de sustentarse en unos argumentos sumamente atractivos, si bien un tanto pretenciosos, sucesivamente malogrados a causa del tratamiento y/o desarrollo al que fueron sometidos. Buena muestra de ello es esta Trasplante de un cerebro/Crystalbrain, l’uomo dal cervello di cristallo (1970), coproducción con Italia que supondría su segundo largometraje como director.
Como su título ya se encarga de anunciar, la historia de la cinta se articula en torno a las consecuencias derivadas de una intervención quirúrgica consistente en el trasplante de la masa encefálica de un individuo al cuerpo de otro. Una premisa que, sin ser para nada original o novedosa[i], sí que se prestaba a múltiples relecturas de lo más sugerentes. Y ese parece ser el camino escogido por su autor a juzgar por el ímpetu con el que durante los primeros compases de la cinta se afana en definir el carácter del que será su personaje protagonista, un acomodado y respetado juez de la corte suprema de Inglaterra, tan inflexible y vehemente en sus sentencias como feliz en su vida privada. Dicha sensación es también acrecentada por el hecho de que el antiguo propietario de su nuevo cerebro sea un joven extranjero proveniente de los bajos fondos londinenses, cuya personalidad se impondrá a la del magistrado una vez sea realizado el trasplante.
Con semejante material como punto de partida, lo más lógico sería pensar que el interés de Logar es el de efectuar una comparación entre los diferentes estratos sociales a los que pertenecen ambos individuos o, en su defecto, poner en tela de juicio el férreo concepto que de la ley y la justicia tiene su protagonista. Pero nada más lejos de la realidad, ya que todo este planteamiento no es más que un simple subterfugio para las verdaderas intenciones de su director, que no son otras que las de formular una melodramática historia de amor enfermizo, muy similar, no tanto en la forma como en el fondo, a la que ya pergeñara años antes en Agonizando en el crimen (1968), investigación policial incluida [ii]. De este modo, todo intento por establecer algún tipo de conflicto entre la vieja y la nueva personalidad del protagonista, o de ahondar en la torturada psicología resultante de tan traumática experiencia, es bien pronto sacrificado en favor del drama de un nostálgico inmigrante que lo único que desea es volver a su patria para reencontrarse con su amada.
No es pues extraño que sea, precisamente, una vez ocurra esto, cuando la película logre alcanzar sus momentos más inspirados, merced a la inclusión de escenas tan potentes como la llegada del antiguo juez a la isla natal de quien se ha convertido en su alter-ego, reencontrándose con las calles y las gentes que guarda en la memoria, pero donde nadie, ni tan siquiera su antigua novia, puede reconocerle a causa de su nuevo cuerpo. Junto a esta sugestiva secuencia es también de destacar otros ingredientes de interés, como bien puede ser el buen hacer de su agradable reparto, formado en su mayoría por nombres característicos del cine europeo de género y dentro del cual sobresale un excelso Eduardo Fajardo que sabe dotar de la dualidad necesaria a su difícil personaje, o la forma con que su narración juega con la estructura temporal de la historia en su intento por reconstruir el pasado del donante.
Sin embargo, todos estos atractivos no consiguen compensar, en cualquiera de los casos, lo decepcionante de los resultados de la cinta, habida cuenta del potencial con la que ésta contaba. Algo en lo que también tiene que ver, y mucho, lo tramposo de una trama repleta de pistas falsas, cuya intención no es otra que la de erigirse en una alarmista reflexión acerca de los posibles peligros morales y fisiológicos que pueden conllevar los avances de la ciencia. Una intención que, por si acaso no fuera captada por los espectadores, queda convenientemente subrayada en la frase final con que se cierra su metraje (o al menos en su versión española): “¿Tenemos derecho de llegar tan lejos? La medida es el equilibrio y el equilibrio es la ley del Universo”.
[i] Sin ir más lejos, dos títulos posteriores de nuestro fantaterror como la pro-feminista Odio mi cuerpo (1973) de León Klimovsky o Las ratas no duermen de noche/L’homme á la tête coupée (1973) de Juan Fortuny, se apoyaban en argumentos muy similares. Eso por no hablar de todo lo tratado sobre el tema por el coetáneo ciclo dedicado al Barón Frankenstein por la añorada Hammer.
[ii] Curiosamente, ambos títulos también coinciden a la hora de utilizar la medicina como elemento desencadenante de su narración. Si en este caso es a raíz de un trasplante de cerebro, en la película dirigida por Eguiluz toda su historia se origina después de que la esposa del protagonista muera en una sala de operaciones, sumiéndole a éste en una especie de delirio asesino. Pero no serían éstas las únicas veces que Logar tocaría el tema; en su controvertida Autopsia (1973), la trama giraría en torno a las disertaciones filosóficas y metafísicas de un periodista que trataba de encontrar el sentido de la vida presenciando la disección de un cadáver.
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