Cultura y Patrimonio Vicerrectorado de Cultura y Proyección Social
LA LLAVE (The Key)
País: Reino Unido Año: 1958 Duración: 121 min. B/N
Dirección: Carol Reed.
Guión: Carl Foreman basado en la novela “Stella” de Jan de Hartog.
Fotografía: Oswald Morris.
Música: Malcolm Arnold.
Diseño de producción: Wilfrid Shingleton.
Dirección artística: Geoffrey Drake.
Vestuario: Beatrice Dawson.
Montaje: Bert Bates.
Intérpretes: William Holden, Sophia Loren, Trevor Howard, Kieron Moore, Bernard Lee, Bryan Forbes, Beatrix Lehmann, Noel Purcell, Sidney Vivian, Russell Waters, Rupert Davies, Oskar Homolka, Irene Handl, John Crawford, Jameson Clark.
Sinopsis: Durante la II Guerra Mundial, Stella, una mujer que vive en Londres, lleva una desastrosa vida sentimental. A través de los años la llave de su casa ha pasado de unas manos a otras, pero su actitud con sus amantes ha sido siempre fría y distante. Sin embargo, cuando el capitán canadiense David Ross llega a su casa a través de un viejo amigo, dentro de Stella nace un sentimiento nuevo y tan apasionado que llega a prometerle a Ross que él será su último amante. Pero en tiempos de guerra mantener las promesas puede ser muy difícil.
Mediada la década de los 50 y debido a su condición de blacklisted, Carl Foreman, guionista norteamericano de títulos como El ídolo de barro (1949) o Solo ante el peligro (1952), se estaba viendo en la obligación de firmar sus guiones de forma anónima(1). Es por ello que, ya hacia finales de esa misma década y con la declinación de la «caza de brujas», consiguió convencer a la Columbia para un proyecto en el cual, podría utilizar su verdadero nombre y en el que no sólo ejercería labores de guionista sino que también oficiaría como productor. La elección fílmica para tal propósito, fue la adaptación de Stella, una novela del holandés Jan De Hartog, desarrollada en pleno conflicto de la Segunda Guerra Mundial –concretamente inicios de 1941– con los valerosos remolcadores que acudían en ayuda de los buques de carga siniestrados, como protagonistas, los cuales debían esquivar constantemente aviones y submarinos alemanes en sus operaciones de rescate. Foreman, como veterano de la contienda y merced a su experiencia, se veía capaz de llevar a buen puerto –nunca mejor dicho– una obra con posibilidades de aunar de simétrica (y equilibrada) forma una historia de índole romántica, trufada de escenas de acción amén de disfrutar del juego trágico que podía dar la sutil introducción de distintas alusiones espectrales y misteriosas en la columna vertebral del argumento. Evidentemente, el héroe holandés del original literario de De Hartog, por razones de doméstica producción, podría transmutar su nacionalidad en la de norteamericano, echando con ello mano de una estrella para encarnarlo. Sin embargo. como en su concepción la obra necesitaba de cierto aliento europeo, ya que el heroísmo que en ella se narra habían sido holandeses y británicos los que experimentaron en sus propias carnes tales vivencias, la contratación de un director europeo contrastado era una especie de póliza de seguros que la producción necesitaba. Un director que a la postre no fuera demasiado arty (en esa época la consolidación del free cinema era un hecho y la década de los 60, con todos sus cambios generacionales, estaba llamando a la puerta) y que con su nombre sumara un cierto prestigio al film de cara a un buen rendimiento en taquilla. En definitiva, un realizador de la talla de Sir Carol Reed.
Una vez realizada tal elección y a la vista de la muy interesante filmografía del director británico, es curioso comprobar cómo La llave (1958) sigue siendo uno de los trabajos más olvidados del responsable de El precio de la muerte (1963). Y decimos que ello sorprende porque la adaptación de la novela de De Hartog, encaja perfectamente en el cuerpo estilístico de una filmografía donde sobresalen similares piezas maestras como Larga es la noche (1947) o El tercer hombre (1949). La llave, perversa a la vez que melancólica, es un complemento perfecto a las obras mencionadas, amén de un fascinante (nuevo, uno más) ejercicio oscuro (casi noir) de su director que no puede (ni pretende) obviar la referencia a algunas de las películas bélicas realizadas en el seno de la filmografía británica durante la década de los 40. Sin embargo Reed, Foreman y La llave con el aliento de De Hartog, optan por desvestirlas a todas ellas, arrancándoles brutalmente los sendos ropajes de la propaganda inherente al conflicto bélico, incluyendo las notas de sentimentalismo que habitualmente habían ido nutriendo esas producciones. La llave lejos de ser un film bélico al uso, se convierte en un ejercicio de sombría meditación que juega con el concepto de una desvalida Ilusión humana anidando inexorablemente en el poso que provoca el Fatalismo. Tras sus imágenes Reed y Foreman, mediante una situación normal, concreta, le transmiten al espectador la dicotomía de que “todo el mundo que está atrapado en una guerra de un modo u otro está condenado desde un primer momento. Por mucho que luches, nada existe que te aleje de esa percepción”. Del mismo modo que, una vez planteada tal premisa dramática, ambos están convencidos también de que “en la lotería de la guerra no todo el mundo debe estar condenado a morir”.
Es por ello que apuntábamos anteriormente que La llave no era un film de guerra al uso; porque el verdadero conflicto de la película no se circunscribe al típico enfrentamiento entre nazis y aliados; sin abandonarlo del todo es más sutil en su planteamiento. Un planteamiento que desarrolla la creencia del hombre que sintiéndose anclado en un destino predestinado se debate a las posibilidades de actuar bajo los designios del libre albedrio. Y ese es el núcleo, el alma de un film como La llave. Mediado el film, parece que el capitán David Ross (William Holden) está destinado a seguir idénticos pasos que sus antecesores. No importa lo que haga. No hay nada que pueda alterar el curso de los acontecimientos. Incluso en esos instantes que su comportamiento desprende cierta espontaneidad juvenil (regalándole una planta a Sophia Loren) se limita a repetir hechos ya ocurridos con anterioridad. El destino es inquebrantable. En todo momento es consciente que está unido a Stella (la Loren), que se enamorará de ella y que por tanto, posteriormente puede llegar a morir. Esa creciente sensación de sentirte transportado mediante una cinta sin remisión hacia un destino fatal, a pesar de las estériles intenciones y esfuerzos del protagonista por no verse abocado a ello, conferirán al film de Reed su intensidad dramática además de una tensión ciertamente insoportable. No nos ha de extrañar por tanto que la naturaleza de su historia se preste de forma natural a adquirir estilísticamente los cánones del cine noir característico de su director pero con un desvío hacia el melodrama fatalista. Incluso para armar más atractivamente su idea, Reed no descarta en absoluto desplegar sus artes en la ejecución de las acciones navales, todas ellas magistralmente coreografiadas y filmadas con una elegancia propia de una suerte de espectáculo acuático que se detiene, va hacia adelante, hacia atrás y que coloca la cámara en distintos puntos para incrementar la necesaria sensación de desubicación confiriendo un apasionante añadido al drama que está relatando. Pero Reed es un maestro en el reflejo de la dualidad de sentimientos y ahí es donde destacan sus artes como narrador cinematográfico: en las situaciones que debe lidiar el drama humano. Ángulos de cámara inclinados y fotografía de alto contraste son utilizados con su habitual pericia para construir esa tensión aludida y alcanzar una subjetiva sensación de inquietud para las escenas más dramáticas de la película. Reed, a través de las artes de su operador Oswald Morris –con quien repetiría en Nuestro hombre en La Habana(1959) y Oliver (1968)–, obligan al espectador a vivir de muy cerca las paranoias del personaje de Ross. Como sucumbe paulatinamente a la ilusión. Ha caído en una trampa que le fuerza a jugar de forma protagonista en una tragedia que ya se ha cobrado como víctimas a otros hombres idénticos a él. A lo largo del film, la creciente sensación de fatalismo, tan palpable como en cualquier ejercicio de cine negro (y melodramático) que se precie de serlo, se va adueñando del tono del relato. Afortunadamente, hacia el final, el hechizo se rompe y nos daremos cuenta que, posiblemente, aunque el tren en el que va Stella se pierda en el horizonte, exista una posibilidad de ser feliz.
El casting es tan impecable como en cualquier otra película de Carol Reed. Trevor Howard que ya había realizado una memorable interpretación en otro film del director, El tercer hombre, es la elección adecuada para el papel de Chris Ford, capitán del remolcador inglés que debe enfrentarse a su mortalidad y que debe construir un personaje dentro de un perfil de afable indiferencia a los acontecimientos. En cambio el retrato de Holden debe ser diferente. Ross ve la guerra desde una perspectiva más realista y se siente atormentado por la posibilidad de una muerte brutal. En medio de ellos dos reside Stella. Con una Sophia Loren fantasmal e inquietante para gran parte del metraje del film (como una sirena maldita en cuyos brazos mueren los marinos) que alienta con su presencia un aura de amenaza débilmente sobrenatural. Su personaje únicamente volverá a la vida una vez Holden (y la luz de Morris) le haya transmitido su creencia de que existe un rayo de esperanza. Tras ellos un notable conjunto de intérpretes británicos (el bondiano Bernard Lee, Beatrix Lehmann, el futuro realizador Bryan Forbes, por no hablar de un figurante Michael Caine) que aumenta considerablemente tanto la cruda autenticidad de la película así como su impacto dramático. El aficionado a Carol Reed no puede dejar de sentirse impresionado por este film de una calidad excepcional que debe tener el honor de colocarse a la altura de otros trabajos suyos mejor considerados. Ni el conocimiento de saber la existencia de un final feliz alternativo altera la sensación de repudiar esa conclusión más pesimista ya que la entendemos como una conclusión más natural a la película que hemos vivido.
(1) Junto a Michael Wilson llega incluso a ganar un Oscar de la Academia en la categoría de mejor guión adaptado por El puente sobre el rio Kwai (1957), el cual fue a parar a manos del autor de la novela, Pierre Boulle. Cabe decir que en 1985, la Academia restituyó el premio a ambos guionistas, los cuales ya habían fallecido.
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